La sal y el azúcar

9/19/2025

La sal y el azúcar

19.09.2025

Mi abuelo nació cerca del mar de Veracruz, pero el mar que siempre llevará en su corazón es el mar Muerto. A veces es así: entre la realidad y el anhelo hay una enorme brecha.

En Veracruz existe un lugar virgen, oculto al final de la carretera a Tuxpan en dirección al norte, llamado Barra de Cazones. Ahí nació mi abuelo. Se le nombra barra, puesto que en ese punto se entrecruzan el río y el mar. A lo largo de unos quince metros cuadrados conviven agua dulce y agua salada. La salada es más fría y, debido a la densidad que le otorgan las sales disueltas, corre por debajo. Se siente su fuerza en los pies. La dulce va por arriba, del ombligo a la cabeza. Su carácter es afable, predecible. Circula con más tranquilidad.

Allí el cuerpo sumergido se divide entre las corrientes de la predictibilidad y la impredecibilidad. Podría decirse que bajo las aguas de la Barra de Cazones hay un muro horizontal y fluctuante que recuerda el dilema original: ¿puede traspasarse el confín entre la vida y la muerte? Es decir, ¿puede uno, paralelamente, vivir la muerte? La respuesta que otorgan las corrientes es: por supuesto que sí. Hay que morir de vivir, dice Cioran. Estar tan colmado de uno mismo que no quede espacio para el miedo o el orgullo, sólo para llenarse de infinitud interior. Aquí de verdad viene uno a iluminarse de inmenso, como en el verso de Ungaretti.

Es un sentimiento extraño: la tensión de las corrientes exteriores ejerciendo presión sobre el cuerpo, mientras persisten las contradicciones de la fluidez interior. En la Barra de Cazones la física encuentra a la subjetividad, como lo dulce encuentra lo salado.

  • IMAGEN 1 > mar Veracruz

A veces las conchas y las piedras se ven esparcidas sobre la arena como pequeños besos de azúcar. Las partículas saladas se disfrazan de su dulce antónimo: están siempre tan cerca y tan lejos de serlo. Sal y azúcar, ¿cómo diferenciarlas? Un clásico equívoco culinario. Qué mala suerte. Híjole, dice mi abuelo con cara de decepción cuando se percata de que ha echado sal al café. No le gusta equivocarse pero, sobre todo, no le gusta que ese gesto le recuerde el paso del tiempo. Sal en el café significa también que su memoria se erosiona. La Barra y él se deterioran juntos. A su pueblo lo han rasguñado en demasía los derrames de petróleo, la imprudencia del turismo, la proliferación de los plásticos, la basura variopinta y la toxicidad. El lugar que yo conocí en mi infancia ya no existe. Lo único que sobrevive, la constante, es la sal enmarañada en troncos, chanclas y conchas que se anegan en los pliegues de arena.

La sal al fondo del café de mi abuelo es el residuo que queda de las historias vividas en ese lagomar, dulcesal, de Veracruz. Por ejemplo, cuando era pequeño y una de sus primas tuvo la mala suerte de quedar atrapada en un remolino, producto del choque entre temperaturas. Mi abuelo y otros niños que jugaban en la playa se apresuraron a formar una larga cadena humana y tiraron con fuerza hasta liberarla. Vidrios rotos al fondo de la depresión marina cortaron las plantas de sus pies. Las cicatrices eventualmente sellaron ese recuerdo. En otra ocasión, una niña confundió una aguamala con un globo flotando en el agua. Al agarrarla sintió el ardor fulminante de la quemadura inmediata. Su grito resonó desde lo profundo, hizo que las olas se estremecieran. Sus hermanos orinaron sobre su mano, corría el rumor erróneo de que los orines eran la cura más eficaz para la quemadura de medusa.

Quizás esos episodios enraizaron en la familia la sensación de que la suerte también funciona por estratificación. Mitad dulce, mitad salada. Pero el porcentaje es tan aleatorio como la marea. Es que, ¿cómo puede ser el mar tan hermosamente horroroso? Siempre al límite, al borde. El confín de nuestros mundos está completamente desconfinado. Alejandro Magno buscó siempre llegar hasta el último linde del mundo. Mi abuelo también lo buscó. Viajó al Medio Oriente en los años 70, con dinero prestado, en aras de conocer el mar Muerto. Cabe enfatizar que el mar Muerto en realidad es un lago y sus niveles de salinidad son descomunales: 34%. Es decir, diez veces más que el de Veracruz. A eso no sobreviven los peces ni las plantas, sólo pueden sobrellevarlo algunas bacterias o algas extremistas. La alta densidad permite, sin embargo, que los cuerpos humanos floten con facilidad. Mi abuelo se suspendió en sus aguas, nadó sobre la muerte sin sentir el peso de su vida. Por eso aquel mar no lo olvidará jamás: eran las aguas de un lago lleno de la vida que él anhelaba.

Un mar impávido. Un mar de memoria estéril. La tregua del olvido. Pero ahora mi abuelo está sentado en la mesa de la cocina y no sabe si tirar el café o bebérselo. ¿Sería un completo equívoco, un café con sal? ¿Hay que negar inmediatamente las contingencias que arroja la inexactitud? Un café salado, colmado de aquello que no desea aferrarse a su humedad. ¿Beber la vida con sal o con azúcar? ¿Cloruro o sacarosa? Para contrarrestar, mi abuelo echa una cucharada de azúcar a su taza, deja que coexistan las dos. Se conservan la una a la otra como en la Barra de Cazones.

Tal vez mi abuelo actuó desde la intuición: es el cruce de mareas oculto en su sangre.